En la cultura occidental, el solsticio de verano –ese peculiar fenómeno astronómico que propicia el día más largo y la noche más corta del año– se halla estrechamente ligado, por razones de contigüidad temporal, a esa noche mágica del 23 de junio, víspera de San Juan, que ha dado origen a una amplia variedad de costumbres en muy diferentes lugares de la geografía europea y española. Encender y saltar hogueras, pedir deseos relacionados con la salud, el dinero o el amor, darse un baño regenerador en el mar… son algunos de los ritos profanos que aún se siguen realizando con profusión.
A decir verdad, no recuerdo que en Azagra se pusiera en práctica ninguno de estos rituales. Las hogueras se encendían en otras fechas del calendario; la petición de deseos se reservaba para el ámbito personal; y tanto el mar como sus olas purificadoras quedaban demasiado distantes de nuestro pueblo.
Sin embargo, la llegada del verano traía consigo ganas de fiesta y celebración. A mediados del siglo pasado –siguiendo una arraigada tradición–, la costumbre culinaria azagresa más característica de esa tarde-noche era la preparación de los caracoles a la marrana, denominación poco ortodoxa para la sensibilidad actual. Se trataba de un ritual gastronómico en el que el oficiante, sobre una tabla espolvoreada con sal, colocaba boca abajo los caracoles, que luego se chamuscaban con una samanta de carrizos. Cuando estos se consumían, alguno de los presentes aventaba con la boina las cenizas resultantes, y los apreciados moluscos se hallaban listos para ser ingeridos. Solo faltaba extraerlos de su concha, mojarlos en una salsa de tomate, más o menos picante, y regarlos con abundante vino de la tierra, que se compartía bebiendo en la bota o el porrón. Después seguía una interminable sobremesa, en la que se charlaba, se cantaba e, incluso, se bailaba hasta el amanecer, pues había que celebrar juntos –con la familia, vecinos o amigos– aquella noche tan singular.
Después seguía una interminable sobremesa, en la que se charlaba, se cantaba e, incluso, se bailaba hasta el amanecer
Los niños disfrutábamos con el espectáculo y aprovechábamos la ocasión para saborear las típicas perillas de San Juan, pequeñas, verde-amarillentas con toques rojizos, y muy gustosas al paladar.
Con el solsticio de verano comenzaba un tiempo nuevo. Siega, acarreo, trilla, labores varias para hombres y mujeres; vacaciones, juegos, esperanzas y tareas diversas para los más chicos. El estío concluiría pasadas ya las Fiestas Patronales de septiembre. Pero, en la alegre noche del 23 de junio, ese final se vislumbraba aún muy lejano.